
La COP26 de Glasgow comienza en un ambiente de grandes expectativas. Han pasado dos años desde el fracaso de la cumbre de Madrid que la precedió, caracterizada por fenómenos climáticos extremos en todas las partes del mundo: incrementos de temperatura sin precedentes, sequías e incendios devastadores, deshielo y permafrost, inundaciones catastróficas y pequeños estados insulares cada vez más amenazados por la erosión a medida que sube el nivel del mar. Existe una profunda conciencia en la opinión pública y una presión sobre la clase política para que actúe de forma inmediata y radical para contener la crisis climática.
A estas alturas, ya no hay dudas -o más bien ilusiones de lo contrario- de que estos cambios se deben a las actividades humanas y de que queda un breve tiempo para evitar que se llegue a un punto de no retorno, es decir, que el aumento de la temperatura provoque un cambio climático mayor, más intenso e irreversible. El informe del IPCC (Grupo Intergubernamental de Científicos sobre el Cambio Climático) publicado a finales de julio señala que muchos de los cambios climáticos observados no tienen precedentes en miles, si no cientos de miles de años, y que algunos de los cambios ya puestos en marcha son irreversibles en cientos o miles de años.
Sin embargo, como señala el informe, una reducción fuerte y sostenida de las emisiones de dióxido de carbono (CO2) y otros gases de efecto invernadero limitaría el cambio climático. Por tanto, sabemos lo que hay que hacer, y que hay que actuar ya. Y no faltan las buenas intenciones. En el último año se ha realizado un gran trabajo diplomático para que la COP26 pueda iniciar un avance. En primer lugar, no posponerla, como algunos pedían, a causa de la pandemia. Después, la construcción de relaciones de confianza, condición esencial para alcanzar un consenso cuando están en juego intereses contrapuestos, y objetivos compartidos por alcanzar. El Acuerdo de París pide que se contenga el calentamiento global a finales de siglo al menos dentro de los dos °C de los niveles preindustriales, mejor aún dentro de los 1,5 °C. Teniendo en cuenta que, de momento, ya hemos alcanzado 1,1 °C, el espacio para intervenir es ahora mínimo. Para los países insulares del Pacífico, la diferencia entre 1,5 °C y 2 °C es su desaparición de la superficie terrestre.
La diplomacia ha conseguido fijar como objetivo los umbrales de 1,5 °C. La ciencia nos dice que tenemos que reducir las emisiones en un 45% (respecto a los niveles de 2010) para 2030 y tener un balance cero de emisiones para 2050. Por eso la presidencia de la COP pidió a los Estados que presentaran nuevos objetivos de reducción de emisiones antes de la conferencia. El análisis de los nuevos datos muestra que estamos en una trayectoria de aumento de la temperatura de 2,7°C para finales de siglo. En lugar de reducir las emisiones, éstas aumentarán un 13,7% en 2030.
El problema de fondo es que el punto de inflexión vendría con la eliminación gradual pero sostenida de los combustibles fósiles. Pero hacer esto llevaría inmediatamente a una contracción de la economía en todo el mundo, y ningún gobierno quiere eso. En su lugar, les gustaría una transición suave, sin que el sistema sufra un shock. En otras palabras, seguir quemando combustibles fósiles para hacer crecer la economía mientras se crean las condiciones para cambiar a las energías renovables sin desafiar el sistema económico dominante. Por eso los pequeños estados insulares, los pueblos indígenas, los jóvenes y las organizaciones de la sociedad civil están profundamente decepcionados con estas negociaciones.
Todavía estamos lejos de la línea de meta, pero, no obstante, hay esperanza. Basta con mirar la aceleración hasta ahora: antes del Acuerdo de París, la trayectoria era hacia un aumento de la temperatura de 6°C; con el Acuerdo de París, bajó a 4°C; y ahora, con los compromisos asumidos en Glasgow, estamos en el rango de 2,4°C a 1,8°C. La diferencia entre ambos plazos dependerá de la disponibilidad de fondos para programas de reducción de emisiones y adaptación a los impactos del cambio climático.
Queda mucho por hacer, y aunque la conferencia no ha cumplido las expectativas, al menos ha proporcionado herramientas para hacer realidad una acción climática más eficaz. En primer lugar, las partes han acordado volver a presentar auditorías y revisiones anuales de los planes de reducción de emisiones, en lugar de cada 5 años como exige el Acuerdo de París. Las normas de presentación de informes sobre emisiones, pendientes desde hace 6 años, se ultimaron para permitir que el Acuerdo de París sea plenamente operativo. También está el acuerdo sobre el fin de la deforestación para 2030; el acuerdo sobre los coches de cero emisiones para 2035, que compromete a un tercio del mercado automovilístico mundial; el cese de la financiación internacional del carbón y la reducción de esta fuente de energía; y, sobre todo, el compromiso de conseguir que el 90% de las economías del mundo tengan cero emisiones de gases de efecto invernadero para 2050. De hecho, aún quedan enormes retos, como la financiación de la transición y la rapidez con la que puede lograrse. Pero el objetivo general no está todavía fuera de alcance. La diplomacia, aunque esencial, no será suficiente. Será necesario un fuerte impulso de abajo a arriba para ejercer la presión necesaria sobre los gobiernos para que aumenten sus ambiciones de reducción de los gases de efecto invernadero y actúen con diligencia, pero sobre todo para superar el enfoque que quiere una simple adaptación del sistema económico que ha causado y sigue agravando la crisis climática.
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